Qué curiosas las casualidades
- rosercolomar
- 7 abr 2013
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No hace muchos meses un amigo con un precioso bigote me dijo que este año iba a ser un año lleno de casualidades. Lo cierto es que es verdad. De un tiempo a esta parte las conexiones entre las personas de mi presente y de mi pasado se agudizan, y la idea de que en realidad todos estamos conectados, va tomando forma. Como la Teoría del Caos, donde cualquier mínima acción puede tener repercusiones infinitas, o bien al contrario, puede que un hecho que consideres crucial en el transcurrir de tu vida, para el que te preparas y al que esperas durante años, luego no tenga casi repercusión en tu construcción personal o en la vida de quienes de rodean. Y es que a veces la casualidad es como una etapa, más que un hecho en sí mismo. Una etapa como cualquier otra, como la infancia, o la adolescencia, por la que pasamos y a veces volvemos, al igual que volvemos de vez en cuando a ser adolescentes o a ser niños una tarde cualquiera.
La idea de pensar en las casualidades me remite siempre a Julio Medem. Pero no todo el monte es orégano. Me refiero únicamente al Medem que pensó la casualidad, el encuentro y la búsqueda desde 1992 hasta 2001, y que dio a luz cuatro películas que giran constantemente en torno a esa idea: Tierra, Vacas, La ardilla roja y Los amantes de círculo polar.
Al recordar las imágenes del realizador vasco, me viene a la mente con gran velocidad el concepto de manierismo cinematográfico; este aura de misticismo, torsión, no sólo de las imágenes, sino también del guión, ese estado que va entre lo bello de las curvas y la violencia de los ángulos. En Medem, el espectador podría tener la constante sensación de que todo cuanto ve esta en perfecta premeditación; todo sale según lo previsto de manera espontánea, es decir, es como si las imágenes de sus películas estuviesen sometidas a una especie de leyes cósmicas a las que el realizador obedece, como por arte de magia. Podríamos pensarlo, también, como si fuese un plan de rodaje creado por la Madre Tierra, donde una vaca come y defeca y la cámara esta justo allí para captarlo con una sola toma, sin pensar que posiblemente sea todo lo contrario.
La naturaleza es, pues, una indiscutible protagonista de sus historias. De hecho, parece incluso que esté posando, orgullosa de su aspecto y su forma, coqueta, fresca y misteriosa como una quinceañera. La cámara, se sitúa en la naturaleza misma, tomando el punto de vista de un árbol, una hormiga, una brizna de hierba o un pájaro, elemento muy recurrente.
Por otra parte, es imposible hablar de naturaleza sin hacer mención a la relación de Medem con la mitología, sobre todo en las películas primeras antes mencionadas. Además la mitología se nutre casi de esa dualidad constante entre lo que es casualidad y lo que está predestinado, construyendo siempre historias complejas y que se repiten en múltiples sociedades, no importa la lengua que hablen o los kilómetros que las separen. En el caso de Medem, hablamos indiscutiblemente de mitología vasca, donde “Mari” (la madre Tierra) es el punto principal del poder mitológico y sexual, punto crucial de la mitología vasca, y presente en sus historias de maneras bien distintas. Esta deidad, permite que otra energía de carácter masuclino, relacionada con la suerte, el “Adur”, fluya como el Braman hindú o el Tao chino, y provoque las entradas y salidas de “este” o “el otro lado”, como se le llama en Vacas al famoso agujero encendido o el ojo del animal, que no es más que la locura de un anciano, o el sueño y la realidad, o la vida y la muerte. Esta idea de naturaleza mística no escapa a la lógica que marca muchas de las miradas contemporáneas basadas en el concepto de ciclo. El ciclo digestivo de la vaca antes mencionado, u Otto y Ana por ejemplo, como “Mikelats” y “Atarrabi”, una versión vasca del Caín y Abel, son de nuevo dos guiños a lo cíclico y a lo mitológico absolutamente presente en una película como Los amantes del círculo polar.
En este sentido, cabe hacer mención especial a la relación con el amor, el deseo, y el incipiente instinto sexual. La mirada de Medem recuerda a los amores adolescentes de las películas de Léos Carax, donde la identificación con la parte femenina es siempre mucho más interesante. No se trata tanto de una identificación con lo femenino como la pensamos en Almodóvar, por poner un ejemplo de otro manierismo coetáneo, sino una empatía que se relaciona mucho más con la naturaleza y, especialmente, con la casa.
Además, estos primeros roces adolescentes, los primeros amores, son siempre temas compartidos por todos, pareciera que hubiésemos vivido todos los mismos complejos, las mimas alegrías. Una especie de pasado común que todo adolescente tuvo que haber vivido. Además, ese vínculo que la infancia deja con la casa y que la adolescencia trata de romper, se encuentra también en el cine de Medem y, como no, en la mitología vasca. La extea y la extekoandre, símbolo del matriarcado vasco, es un reducto fundamental de esta cultura que Medem ha sabido plasmar a la perfección.
Los amores se desarrollan, pues, alrededor de este punto “caliente” o agujero encendido que hay entre la casa y la naturaleza; como el bosque, pensando directamente en Vacas. La pareja, tiene este sentido de ente incompleto, que se va formando poco a poco en la casa, pero que toma su forma individual alejándose progresivamente de ella y que deviene, finalmente, la pieza de un puzzle con la incesante búsqueda del complementario, un puzzle que cada vez parece ser más colectivo y más complejo. Y es durante la búsqueda de esta pieza donde encontramos siempre y sin excepción el otro elemento que, junto a la mirada mitológica y la relación con la naturaleza, forma el mapa de las imágenes de Medem: la casualidad y la causalidad, y ahí es donde creo que me encuentro, un poco expectante un poco miedica.
Las casualidades son curiosas, porque siempre te ponen un poco a la vanguardia, porque no sabes nunca si lo que vives hoy, aquí y ahora, va a estar formando parte de la vida de otra persona cuando tu nombre, por casualidad, salga a colación una tarde cualquiera, de un día incierto con gente que, quizá, nunca llegues a conocer.